Un cuento de Lucía Miele :: Parte 3 de 3
:: UNA LÁGRIMA DEL CORAZÓN ::
Un cuento de Lucía Miele, autora de La Guerrera del Agua
Parte 3 de 3
:: Viene de la segunda parte ::
Empecé a avanzar hacia el interior del túnel palpando lentamente el suelo que tenía a mis pies para familiarizarme con el espacio. Al principio el hueco en el que estaba metida era bastante pequeño, no podía incorporarme del todo, y una persona más alta que yo o más gruesa, no hubiese podido moverse. Pero yo soy pequeña como un duende y mi cuerpo es de naturaleza elástica y se dobla bien, por lo que pude caminar casi de cuclillas por más de quince minutos y no sentir dolor alguno. Una vez pasado ese tramo el camino se ensanchó y pude estirar piernas y cervicales, lo cual fue un alivio. Además sentí un poco de claustrofobia, pero no le presté atención para protegerme de un ataque de la misma.
Una pendiente de inclinación acentuada dio comienzo, el camino estaba lleno de gravilla. Tenía que andar despacio pues iba en calcetines. A un lado del sendero, siempre techado por la roca, observé un cártel hecho sobre un póster de madera. Una flecha adornada con flores y mariposas como los que suelen haber en las guarderías o habitaciones infantiles, indicaba la dirección a la que me dirigía: Interior del Moncayo.
El Moncayo es el pico más alto de la península ibérica con 2314metros de altitud. Su dehesa es cuna de fauna y flora, parque nacional protegido, y la montaña en sí es tenida como mágica y sagrada desde los tiempos celtíberos y romanos.
Me sorprendió mucho esto de caminar por el interior de una montaña en lugar de por sus laderas. No tenía provisiones y el camino parecía largo, pero no estaba en mis planes flaquear o desistir.
Tras más de media hora, la pendiente desapareció para dar paso a una escalera empinada esculpida en la propia tierra, hecha de piedra, arcilla seca y rocas. La escalera estaba cubierta de líquenes que por suerte no resbalaban. Este tramo me dejó muy cansada, requería de atención y fuerza en los cuadriceps porque como se puede suponer no hay barandillas en este tipo de lugares, por lo que cuando llegué a su fin me quedé sentada en lo que era el último escalón de un recorrido kilométrico. Suspiré rendida. La temperatura era agradable. ¡Iba con el camisón azul y el chal sobre los hombros! No había rastro de humedad.
Me estaba empezando a quedar dormida cuando escuché un murmullo de risitas. Abrí los ojos de par en par, para recordar en un nanosegundo que estaba en el interior de una montaña, que había atravesado la pared del convento y que veía con un instrumento distinto al de la vista. ¡Menuda experiencia!
Una figura misteriosa, un ser vivo que respiraba y hacia ruido, se alzaba frente a mí. Era tan enorme que daban ganas de salir corriendo. Desprendía un aire amenazante. Al principio no pude distinguir de qué se trataba. Hasta que bufó como un enorme gato de montaña, gigante, agresivo. El susto fue colosal. Observé el impulso de mi cuerpo. Hubiese dado marcha atrás ipsofacto, sólo que una escalera de tal envergadura esta vez hacia arriba no era muy apetecible. Bien pensado, el gato daba menos miedo. Me acerqué a él. Debía tener unos dos metros de altura, pesar más de cien kilos. No se dejó tocar y me esquivó gruñendo más y más fuerte. Busqué sus ojos amarillos y brillantes. Le ofrecí los míos. Entonces el gato se fue derritiendo, como si fuera de papel pinocho, de papel celofán o cartón piedra. Una manualidad digna de las fallas de Valencia. Cuando sus materias primas quedaron en los suelos, volví a escuchar las risitas coloradas que me habían despertado. Provenían de debajo del cartón, del material de fantasía que había creado tal ilusión.
– Otros con esto se van – dijo una ser pequeñito y menudo con voz de pito.
– Esta niña grande ni se ha inmutado – añadió otro de los diminutos que habían participado en el sustento del espejismo.
– ¿No te hemos causado ni un poquito de miedo? – preguntó una voz femenina que debía provenir de lo que fuera la pupila del animal.
– La verdad es que no… Al principio, quizás…, pero yo he venido a esta excursión para llegar hasta el final del camino. No se accede a un lugar como este todos los días. ¡Hay que aprovechar la oportunidad!
– ¡Qué extraño habla! – exclamó uno de los pequeños de nuevo. ¿Os habéis fijado que voz tan profunda tiene? ¡Ni que fuera un troyano! Y todos, al unísono, estallaron a reír. Su alegría era contagiosa. Yo también reí con ganas. La vida es corta, no te tomes las ofensas o los motes tan en serio.
– ¡Está bien! Prueba superada, puedes marcharte y continuar… – Todos salieron de debajo de sus escondites para despedirme batiendo las manos, algunos las alas.
– ¡Buen camino! Sigue por la galería de la izquierda. Ese pasaje es llamado: Pasadizo del corazón.
Me despedí agradecida por haber conocido a tan lindos y minúsculos seres,- ¿llegaba a los tres centímetros?-, y tomé el paso de la izquierda tal como me habían indicado. La galería era hermosa y presentaba formaciones en el techo. Pequeñas estalactitas desprendían brillantes destellos color púrpura como si se tratase de lámparas futuristas. Parecía que empezaba a hacerse la luz. Luz real quiero decir, luz que mis ordinarios ojos podían percibir y captar. Pronto toparía con agua. Es bien sabido que para la formación de estas esculturas naturales hace falta la precipitación de una gota y la presencia de minerales.
Dicho y hecho. Mejor me callo y sigo un rato más sequita por el interior de la tierra. Una ola de agua llegó a mí por la espalda como alud de nieve gigante y me arrastró a una velocidad pasmosa. ¡Eso sí que generó mi pánico! ¡No poder respirar, ahogarme!
El agua me lleva, no es que me deje llevar, es que no hay posibilidad de elección. Me engulle, me cubre la cabeza. Lloro desesperadamente. Creo que me voy a morir. En una esquina de mi mente algo me dice que está bien que lo haga, que llore, que dejé escapar el llanto, el miedo a la muerte de este cuerpecito físico que confundo conmigo… Lloró por ti, mi amor. Siempre acabo llorando por lo mismo. Encubierto por muchos nombres, disfrazado por otras situaciones, la misma herida se me abre. Sólo hay una herida…No puedo dejar de llorarla.
La corriente de agua cesa. El riachuelo es reabsorbido lentamente por las paredes de tierra que se han quedado arcillosas, moldeables. Si quisiera largarme solo tendría que hacer un hueco en la arcilla y volvería al otro lado. Tengo frío, sueño, malestar. Me duelen los riñones, órgano que contiene el miedo y la energía ancestral según la medicina china, a rabiar. Estoy como si me hubieran dado una paliza.
Encogida en el suelo decido dormir un poco para coger fuerzas. No podría moverme ni aún queriéndolo tampoco. En mis sueños una voz amable, de nuevo familiar, pero a la que no logro poner rostro me cuenta:
“Alicia, para entrar en el Ti que estás buscando hace falta una sola lágrima, pero una lágrima de corazón. Tienes que comprender que la vida no va de ser buena o mala, yogui o budista. Las puertas del cielo se nos abren a todos. Hasta al borracho o al necio.
Cualquiera, viva como viva, con tan sólo una lágrima cruza el umbral. Y la lágrima llega fácil en presencia de la Luz Clara del Alma. Uno no puede dejar de llorar cuando ve la grandeza que esconde toda vida, belleza que a muchos les pasa por alto hasta el momento de morir, de abandonar sus cuerpos.
Bien hayas estado amando, bien hayas estado aparentemente perdido, cuando ves que el tiempo se acaba recuerdas todos tus actos, y vistos desde esta perspectiva, los comprendes. No hay juicio en los mundos del Espíritu. Sólo los hombres pierden el tiempo de esta manera.”
Me desperté con las ropas secas y sin un ápice de dolor. Estaba serena, con el corazón blando, sensible. Podía proseguir con el que me parecía un extrañísimo viaje, con el paso del tiempo, un viaje fabuloso.
Llegué a una puerta de transparente cristal, pero que no se abría. A un lado del marco derecho, se veía un molinillo blanco batiendo las aspas. Era como los molinos de energía eólica que habíamos visto por la carretera, pero en miniatura. Giraba sin necesidad de viento alguno. Llamó fuertemente mi atención por eso. ¿Y si el viento no fuese necesario para llenar los motores de energía? ¿Y si existiese otro modo de generar fuerza y nosotros los humanos lo desconociésemos o lo que es peor, las grandes multinacionales no quisieran hacernos partícipe de tales avances para mantenernos esclavos de un consumo que sólo a cuatro poderosos beneficia?
Me quedé con la pregunta en la boca porque la puerta de repente se abrió. Daba lugar a una sala de paredes blancas y cristalinas. Los pocos muebles que se veían eran a su vez piezas talladas en diferentes tipos de cuarzos, rosa, blanco, amatista. También se veían enormes geodas de selenita, piedra que nada tiene que ver con el selenio, sino que debe su nombre a la evocación de la energía lunar.
Cinco hombres sabios estaban rodeando a un bebé. Era un bebé hermoso tendido sobre una camilla hecha de una larga plancha transparente, “lapis specularis”, que dirían en la Antigua Roma. Lo preparaban para que fuese un niño índigo. Uno de ellos se giró y como si me conociese de toda la vida o me estuviese esperando me dijo:
– ¡Ummm! ¡Ya has venido! Tu bebé estará listo en unos minutos. Ya casi hemos acabado- me sonrió con ternura. Era un hombre de casi dos metros de alto, como todos sus compañeros. Largo, delgado y con mucha luz en el cuerpo de piel blanquinosa. No tenía edad, pero se adivinaba mayor, anciano.
– Perdón Señor, pero yo no he venido a buscar ningún bebé – le dije lo más educadamente que me fue posible.
– ¿A no? ¿Y entonces a qué has venido? – preguntó llamando la atención de todos sus compañeros que alzaron la cabeza.
– Pues la verdad es que no lo se muy bien. Verán, yo estaba haciendo un retiro, bueno acompañando a una amiga a un congreso, no, en una conferencia. ¡Lo siento, no hablo muy claro! El caso es que llegué al túnel y alguien que ahora no recuerdo me dijo que en la base del Moncayo me podrían ayudar, a crecer, a limpiar mi corazón, a comprender…
– Viene a por una iniciación entonces – aclaró el sabio del manto rosáceo al resto de sus colegas.
– Puede ser, eso puede ser…- contesté yo.
– Está bien, llévense al niño, continuaremos con él luego. – Una mujer hermosa y liviana entró por una puerta que yo no había percibido en la otra esquina de la sala, y se llevó al infante.
– Alicia, danos pues cinco razones, una a cada uno de nosotros, por las que debamos ayudarte. Habla si puedes sin pensamiento, habla desde tu centro vital, desde tus vísceras.- me pidió el sabio con la capa azul, el que me había dirigido la palabra por primera vez.
Me tome unos minutos. Respiré. Entorné los ojos y me oí a mi misma decir:
– La primera razón por la que merezco su iniciación es porque tengo una sed de sabiduría y conocimiento muy arraigada. Soy así desde niña. Leía filosofía cuando mis compañeras de clase compraban revistas de adolescentes, de héroes musicales, esas cosas.
La segunda es porque he llegado hasta aquí, a pesar del monstruo que me tendieron los duendes, el agua helada, mi miedo a ahogarme. He tratado de hacer este recorrido sin perder de vista el coraje.
La tercera que creo que me puede hacer merecedora de su ayuda es la aceptación de mi ignorancia. No creo que se pueda hablar de humildad en mi caso todavía, pero sí de aceptación de esta ignorancia tan grande. Si Ustedes no me ayudan: ¿cómo yo sola desharé los cables que me atan a la misma?
La cuarta es la única explicación mística o espiritual que se me ocurre. Yo conocí al Maestro Jesús en otra vida. De hecho al bajar por las escaleras empinadas, cuando todavía no se veía un pepino,- ¡perdón, por la expresión!,-he visto su Sagrado Corazón y su lengua de fuego. La visión de Jesús me ha dado fuerzas, porque sé que ÉL es el amigo que no falla, que Él está conmigo más allá de todo credo. Esto lo tengo muy claro. Jesús no pretendía fundar ninguna Iglesia.
-Bien- me interrumpió el último sabio, el de túnica amarilla. Hasta aquí estamos conformes. Sólo te queda una razón, la más importante, definitiva. Piensa bien antes de hablar…
– Mi bello señor, la última razón no tengo que pensarla pues es para mí de las más claras y evidentes. Si ustedes me conceden la iniciación, si yo mejoro, pueden contar con mi eterno compromiso de ayuda y extensión del amor recibido. ¿Cómo un ser humano que obtiene paz sosegada para su corazón y certeza espiritual va a negarse a la extensión y expansión de estas facultades? Vengo de un mundo necesitado y roto. Si yo cambio, ayudaré a cambiar al mundo. Activamente. Si soy bendecida, bendeciré. Lo haré siempre en Sus Nombres y en de todos los Maestros, nunca en el mío.
Parece ser que a los sabios les gustaron mis razones porque ya no hubo necesidad de palabras. Me rodearon y se dieron las manos unos con otros. Yo estaba dentro del círculo y podía sentir la luz que me enviaban. La fuerza. La belleza que hay en una mente acallada. Mi estómago, mi bazo, mi diafragma respiraban energía terráquea en equilibrio. Estaba en el interior del Moncayo y Seres de naturaleza Crística purificaban mis células, limpiaban mi ADN, entonaban cantos para que mi alma permaneciera servicial para colaborar en la ascensión de este planeta maravilloso.
Todo es Dios. Todo es el Espíritu. Yo Soy Aquí y Ahora.
La verdad es que no hay mucho más que añadir.
Cuando los bellos seres terminaron conmigo, antes de que tuviera tiempo de pararme a pensar cómo regresaría a la habitación del convento, a Zaragoza, uno de los sabios hizo llamar al intermediario.
– Que pase – dijo.
Quien entró me dejó una vez más con la boca abierta, pasmada. Si hubiera entrado un dragón blanco con las alas extendidas, no me hubiese parecido tan alucinante. Allí estaba el profesor de la escuelita llamada Liuramae, el escritor grandullón y afable, el hombre de los ojos encendidos que sonreía sin necesidad de mover los labios.
– ¡Vamos! – me dijo. Has hecho un buen viaje. Volveremos en ascensor a casa. Es más rápido.
Me despedí de cada uno de los seres galácticos con una reverencia. Un gesto universal de Namasté que siempre es propicio para estas ocasiones. El hombre oso me llevó hasta el ascensor y entró conmigo. Dentro me dio un abrazo cálido y tierno. Después, como si me hubiese estado acompañando todo el recorrido y conociese mi historia me dijo:
– Me llamo Miyo, pero eso es sólo mi nombre. Ya sabes que eso no soy yo. Como tú escribo libros, pero no soy escritor…Querida Alicia muchas cosas te aguardan… Ahora a practicarlas… No dejes de meditar en el SER que TÚ ya Eres y trabaja con impecabilidad no importa qué suceda fuera.
Dos minutos después estaba en la cama envuelta en la colcha de flores. Media hora más tarde sonaba la alarma del móvil. Debía haber estado fuera toda la noche. Una pequeña piedrecita de selenita estaba junto al libro firmado en la mesita de noche. Cuando me levanté, en mis calcetines encontré restos de hojitas. Guarde una dentro del libro de Emilio para que arropada, se dejara mecer por la candidez de La magia de los sentidos sutiles.
Al día siguiente desayunando con Natalia yo era otra mujer.
– Tengo algo que contarte, le dije. Pero te lo explicaré en un cuento. Los cuentos siempre tienen algo de real. ¿No crees?- le pregunté saboreando una tostada con mermelada de fresa.
– Un cuento a veces es el mejor vehículo – me contestó Nat. En las tribus Lakota de Estados Unidos lo empleaban como medio de sanación.
Salimos tras la comida rumbo Granada. Una conduciendo más serena que en el viaje de ida, la otra volando en silencio aunque en apariencia estaba en calma. No pude sino soltar una lagrimita de corazón al contemplar el primer gran molino y ver el majestuoso Moncayo coronado con rayos de sol a lo lejos.
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Fin
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Que hermoso cuento, mil gracias por compartirlo, bendiciones.
Hola, precioso el relato y supongo que una experiencia única. Creo haber tenido alguna similar, jejeje. Desde entonces, soy una gota más de agua de este océano que llamamos vida, o universo o …..vivo cerca del moncayo y solo te escribo para animarte, saludarte y si un día quieres compartir un trozo de pan con mucho Cariño. Un abrazo y hasta pronto. (alegrate@yahoo.es)