Un cuento de Lucía Miele :: Parte 2 de 3

 

:: UNA LÁGRIMA DEL CORAZÓN ::

Un cuento de Lucía Miele, autora de La Guerrera del Agua

Parte 2 de 3

 


::  Viene de la primera parte  ::

Siete y media arriba. Ducha rápida y desayuno tipo buffet en el maxi-comedor. Una llamada de teléfono a casa para ver cómo anda todo, entrega de carpetas y asientos, y cuatro horas de lo más variopintas escuchando hablar de los ocho invitados de la psicología de la felicidad. Barry Shwartz, Martin Seligman, Nathaniel Branden… la lista sigue…

Nat acertó con su buen ojo clínico. Fritz Perls es el que más me gustó entre todos. Sus teorías estaban muy bien, eran estimulantes y realmente positivas, más yo me preguntaba en qué lugar quedaba la práctica. Me refiero a que si un psicólogo vivencia lo que estudia, o simplemente “lo sabe”. La vida me ha demostrado que exclusivamente las experiencias son transformadoras. El resto: ideales, creencias…Toca contrastar el pensamiento con las acciones cotidianas, sino, cagaditas de paloma.

Comimos juntas de nuevo en el mismo lugar del desayuno, un menú tradicional, casi escolar, pero que nos facilitó el descanso, no salir del recinto. Natalia quiso hablar durante la comida de nuevo de sus pataletas con su marido, y con razón. En una mañana le había llamado cuatro veces. Se sentía presionada.

– No es fácil vivir con un psiquiatra hiper seguro, de trayectoria sólida. Lo que antaño me fascinaba ahora me exaspera. Vive en el reino de la cabeza. No hay quien lo siente en la silla- Lo de la silla hacia referencia a su trabajo gestáltico. La silla vacía es un elemento clave.

 

– Quizás te está reflejando que tú sí estás ya para sentarte. A mi me encanta tu vida, tú éxito laboral. Congresos, encuentros, clases magistrales en las universidades más importantes, pero por debajo de ese ritmo: ¿qué se escucha? ¿Sabes qué desea tu niña? ¿Notas los suspiros de Tu Alma? ¡Para! Baja un poco el ritmo. Tú misma me has dicho que te hace falta.

– Tienes razón Ali. Mejor reviso mi agenda y me agrando los espacios para nutrirme a mí y dejar un poco a los otros de lado… Las cosas que busco pasan a otra velocidad, de eso no hay duda… Si vas tan rápido no las ves… Lo sutil no es tan obvio como lo denso. Tengo que parar de una vez.

 

Nos retiramos a descansar tras una infusión. Me subí a la habitación sabiendo que haría una larga siesta. No iba regresar al congreso que se retomaba a las cuatro de la tarde. Las mejores semillas ya las tenía en los apuntes que Natalia nos había entregado a todos y además, empezaba a sentir una ligera intriga por la conferencia de las seis de la tarde. No sé porque razón. No estaba intranquila. Sólo me parecía curioso tener un sentimiento de familiaridad. ¿Estaré quizás en el lugar preciso y adecuado por una fuerza ajena totalmente a mi control? Quizás pudiese tratarse de eso. Lo averiguaría en breve.

Me refresqué con una ducha aunque me vestí con la misma camiseta y vaqueros gastados que había llevado en la mañana. Sólo un toque de máscara de pestañas en los ojos y brillo en los labios. Nada más. Al bajar las escaleras para ir a la sala recordé que me había dormido mirando el crucifijo negro colgado en la pared y pensando en un hombre mago y santo. ¿Lo matarían de nuevo? ¿Realmente lo mataron? ¿Alguien puede ser el hijo de Dios y dejarse matar como un tonto? Últimamente me hago muchas preguntas de este calibre. La divinidad y los hombres o la divinidad de los hombres.

Un pequeño comité, si lo comparamos con las doscientas personas con las que había compartido el salón de actos esa mañana, ya ocupaba la mayoría de los asientos. Una cuarentena de personas. Diversas y variopinta. De todas las edades a partir de veintitantos para arriba. Algunos debían haber venido en grupo. Parecían conocerse por el modo alegre en el que parloteaban entre ellos. Algunas parejas se adivinaban que eran matrimonio, y otros que habían acudido solos. Un panfleto reposaba en cada silla con las actividades que además de escribir este señor realizaba en una escuela. ¿O sería más bien al revés? Un tipo que hacía muchas cosas y luego escribía para plasmarlas…

 

Llegó puntual. Entró en la sala, apartó la mesa del estrado, y se sentó en la silla. De frente, en el centro, lo más cerca posible, abierto en su lenguaje corporal y en línea con nosotros, el público asistente.

Emilio Fiel resultó ser un hombretón alto, fuerte, maduro. Iba vestido con ropas sencillas. Sus gestos eran armoniosos, cordiales. Lo que más me gustó de su persona, era la sonrisa. La llevaba puesta en los ojos. No como hoy en día, que la gente mueve la boca y gesticula con lo que se viene llamando un de oreja a oreja, pero que no deja de ser una mueca muerta, un gesto inerte, carente de significado a poco que lo observes con detenimiento. El escritor que tenía delante no era de esos. Sus pupilas sonreían independientemente que sus labios dibujaran una línea recta o se quedara absorto, pensativo.

No puedo hablaros de La magia de los Sentidos Sutiles, lo siento, tendréis que leerlo vosotros mismos. Compré un ejemplar que él tuvo a su bien dedicarme una vez llegado mi turno, tras aguardar en la fila, pero la verdad, siendo sincera, todavía no lo he abierto más allá de las dos primeras páginas. Lo justo para leer la dedicatoria. “Para ti Alicia, mujer de doble visión. Te saludo.”

¿Qué querría decir con aquello? Porque seguro que me estaba diciendo algo… La hora de recoger a Nat había llegado increíblemente rápido. Había estado más de dos horas absorta, metida en una voz.

 

– ¿Qué tal tu conferencia?- me preguntó la mujer de corazón verde nada más llegar al jardín, dónde habíamos quedado. ¡Salgamos a cenar fuera, invito yo! No muy lejos del convento eso sí, que mañana me queda lo mío, más el camino de vuelta.

– Pues… no sabría que decirte- contesté cogiendo el bolso y colocándome un chal que siempre me acompaña en las épocas de entretiempo sobre los hombros.

Nos sentamos en un mesón gallego. Se llamaba Casa Santiago. Tenían en la entrada una imagen del santo sobre su caballo blanco y cómo no, La Pilarica, que se puede ver en toda la ciudad vayas donde vayas, justo a su costado. Hacían una buena pareja, pensé. Quizás fueran amigos, quizás amantes… Nadie sabe realmente cómo vivió Maria, la gran desconocida. Las mesas del restaurante eran de madera recia, sillas rústicas. Cestas con hogazas de pan gallego estaban colocadas en las mesas montadas con servilletas de colores a juego con los mantelitos. Pedimos dos grandes ensaladas y una tabla compartida de pulpo. Nat bebió agua, yo infusión caliente, para templarme la tripita.

– Esta noche eres tú la callada. ¿Compraste el libro? ¿Valió la pena acudir o resultó tan aburrido como una tarde con alguno de mis colegas?

Reí por lo bajito, para que no se me notara mucho. Todavía estaba procesando el caudal de información que el hombre-animal-oso nos había soltado sin perder el aliento. Era una pasión desbordante.

– Si lo compré, pero no le he echado ni un vistazo. Ya te lo pasaré si vale la pena. A ti se te ve estupenda, reforzada.

Es lo que tiene trabajar con muermos. Me doy cuenta que la psicología que yo práctico vibra con fundamento. Me ayuda a creer en mí, a creer en la vida. Sentirse bien que diría David.D. Burns. ¡Ahora ya sabes quien es! – Como yo seguía callada Nat volvió a reclamar mi atención:

– ¿Y el tema de qué iba? No me puedo creer que te hayas quedado impasible.

– No, sí decir decía muchas cosas interesantes, pero estoy un poco anonadada. Como con la mente en blanco en un examen aún cuando te has estudiado los temas… Si me apuras, lo único que se me ocurre, es que sus palabras hacen cosquillas.

– ¡Pues si que estamos buenas! O sea, uno de los que te gustan.

– Además está un poco loco.- añadí sin hacer mucho caso al comentario.- y tiene un peculiar sentido del humor.

– Entonces te ha gustado del todo. ¡Es eso! ¡Ja, ja! – Mi brillante psicóloga ya había encontrado un diagnóstico a mi comportamiento. Ni me inmuté. La dejé riendo tranquila.

– Sí, quizás sea sólo eso… ¿Qué tal un exceso para celebrarlo?- Chasqueé con cariño los dedos y pedí dos suculentos postres a la jovencita camarera de mirada tierna. Parecía rumana.

El sabor del arroz con leche y el flan casero con tarta de Compostela me acarició el paladar. “Deja tu mente y ve a tus sentidos” nos explicaba Nat esa misma mañana que a mi me parecía ya muy, pero que muy lejana, hablando de la Terapia Gestalt creada en 1951.

Es fácil dejar al lorito callado cuando algo tan dulce recorre tu boca.

 

Nos retiramos pronto. Las agujas no pasaban de las once y media cuando ya estábamos cada una en su habitación. En mi celda hacía algo de frío, o eso sentí yo. Me quedé mirando el collage de cosas que estaba desplegado sobre la sencilla colcha de la cama mientras me desnudaba. El folleto de Nat con la cara de sus hombres sabios, el libro de “la magia de los sentidos…”, una bolsa de caramelos que le habíamos comprado a unas niñas en el restaurante: “Adoquines bendecidos en El Pilar por sólo dos euros”, y mi sujetador, lo primero que me quito en cuanto llego a casa si es que he llegado a ponérmelo.

Me acosté sin ducharme. Me daba pereza ir hasta los baños. Un poco de tónico de rosas que yo misma fabrico con flores de nuestro jardín en un algodón, y mañana será otro día. Este, desde luego, completito e intenso.

Me dormí enseguida, no creo que fueran más allá de las doce. No caí ni siquiera en ese duermevela que tanto me gusta porque te deja un pie en este mundo y el otro en el del país de los sueños. Fue más bien un fundido en negro repentino y absoluto hasta que, de repente, en medio de la noche escucho: TOC-TOC-TOC. Tres golpes secos en mi puerta.

– ¿Natalia? – pregunto de forma automática. ¿Estás bien? ¿Eres tú?- Silencio como única respuesta. Decido esperar un poco en la cama, si es ella volverá a llamar. Pasan unos minutos y nada, así que me doy la vuelta, me hago un ovillo y trato de dormirme de nuevo. Esta vez, ya con los ojos cerrados, pero bien consciente, escucho: “Siéntate en la cama y medita de cara a la pared. Si miras bien verás que no es un muro en blanco. Observa y utiliza tu doble visión”

Mi corazón empezó a latir a mil por hora. Me incorporé para mirar la hora en el móvil que reposaba sobre la mesita de noche. No encendí ni la lamparita. Dos y veintidós. Tres doses. Decidí sentarme. El camisón azul se me escurría y dejaba un hombro al aire por el que se me colaba el frío. Tuve que levantarme a mi pesar a por el chal que estaba colgado en el único perchero de la habitación. Aproveché y tomé el libro del Señor Fiel en mis manos.

“Doble visión, Alicia”, había escrito para mí sin conocerme. Respiro un poco sentada ya de cara a la pared mientras me decido a hacer o no hacer lo que se me ha pedido. ¿Qué puedo perder en todo caso? ¿No defiendo yo el fluir con confianza ante mis hijos? Pues aquí parece llegar una oportunidad en bandeja para dejarse llevar.

Me lanzo, me entrego. Abro mi pecho y respiro, acompasada y profundamente. Respiraciones completas que van de mi tripa a mis costillas y de mis costillas hasta el hueso del cráneo. La pared a oscuras empieza a cambiar de forma. Puedo ver que tiene cierta profundidad, como una hendidura que se abriese de una grieta y por ese espacio pudiera uno colarse. Y eso hice. Sin más, sin pensarlo. Me metí dentro de la pared porque no sabía que eso es imposible. De hecho me sucedió una cosa muy peculiar al comienzo de esta experiencia. Cada vez que mi mente se daba cuenta que estaba accediendo al interior de una pared, que de la pared brotaba un túnel y dudaba, el pasadizo desaparecía, la magia se desvanecía. Mas cada vez que me dejaba ir, me concentraba con entusiasmo y respiraba de nuevo sin que el miedo o la razón me hicieran desistir o interrumpir el ritmo de las respiraciones, la concavidad se creaba de nuevo ante mis ojos, que por cierto, veían en la oscuridad de la celda, en la oscuridad del túnel.

Con los ojos cerrados también se puede ver luz. Lo aprendí a oscuras. Desde luego no es debido al “sentido de la vista” tal y como lo conocemos, pero es uno de esos sentidos sutiles, de los que Emilio debió hablar en la conferencia, aunque yo no registrara nada.

 

Mi nombre es Alicia, me dije mientras me acostumbraba a la luminosidad de la oscuridad. Me llaman Alicia desde niña, pero como dice un amigo, eso no soy yo, es sólo mi nombre. Toda la vida soñando con la madriguera del conejo, anhelando conocer el otro lado del espejo, leyendo a Lewis Carrol como si se tratase de ficción, y aquí estoy yo en medio de la madrugada, atravesando paredes.
Si estoy sencillamente soñando lo sabré mañana, cuando despierte, pero por ahora no me voy a preocupar. Me toca vivir esto…

 

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Fin de la segunda parte. Sigue aquí.

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