16 de Septiembre: La ofrenda solar
Más tarde estas formas florales, que casi podríamos definir como de geometría sagrada, se levantan, se vuelven conscientes, se cristifican. Es así como se viste el santo xúchitl (sobre una estructura de madera en cruz, con rayos saliendo de los lados y un espejo que te refleja en el centro) y como se forman los brazos de dios (dos bastones de unos sesenta cm de largo rodeados de flores). Estos últimos servirán para la limpia y sanación final, para la comunión de los presentes en el manto floreado de la madre tierra.
La dualidad que tantos conflictos y fanatismos crea, se ha unificado. Lo blanco, lo rojo y lo violeta se han mezclado armoniosamente por las manos femeninas y ahora se han transformado en instrumento de armonía y sanación. La materia se ha vuelto espíritu y el alma vuelve a dirigir nuestra vida. Por un lado se revela como signo de ascensión y liberación después de abandonar la tierra, pero por otro es un signo de que hemos de convertirnos en christos ahora. El cristianismo habla de la resurrección de los muertos, pero hoy nos encontramos en la batalla del despertar de los vivos. Del cambio genético en el grial del corazón, de la activación del hábito sin costuras, del viajar conscientemente a otras dimensiones más allá del cuerpo físico. El encendido del santo xúchitl es el signo de la libertad total. Ya todo lo anterior ha quedado trascendido. No hacen falta guías ni maestros, ni masculino ni femenino. Este símbolo de la vuelta al hogar se sitúa en el centro del altar, entregando su energía como resumen final del trabajo realizado. El corazón crístico que refleja e irradia con su espejo al mundo, y los brazos de la curación que acarician a cada uno de los compadres y comadres que han estado cantando toda la noche sin parar. Es la fiesta final donde la magia está presente y cualquier milagro es posible. ¡Ella es dios!
Después de un pequeño descanso viene la danza en la plaza de Cangas de Onís, encima de la rosa de los vientos. Todos en traje ceremonial y muchas horas por delante. La danza es la oración del cuerpo, el decreto de la energía, la fuerza guerrera ofrendada al corazón de Gaia-Tonantzin. La hermandad y el compadrazgo de tantas batallas compartidas nos hacen sentirnos en casa, con nuestros hermanos eternos. Y comenzamos a tornar el círculo. Primero el saludo a los cuatro vientos girando por la plaza, con el huehuetl en el centro del movimiento (en principio los concheros no lo usan en México, sí los mexicas).
La tercera palabra asume la dirección y la entrega de cada dancita. Y cada paso se repite cuatro veces, como una cruz de brazos iguales: izquierda por lo femenino y derecha por lo masculino, izquierda por la tierra y derecha por el cielo. Primero las dancitas que siempre dedicamos a la jefa Nanita, Tonatiú la danza del sol, y al tata don Ernesto, Quetzalcóatl el guerrero divino. Luego cada uno va desgranando su propia danza, más o menos intensa, más o menos concentrada, más o menos íntima. Recuerdo una ensoñación en que la Nanita (o mejor don Toribio que estaba a su lado) me decía que si alguien salía alterado de la danza y con emociones enfrentadas con otros compadres o comadres, es que no había sabido entregar su furia al espíritu de la Tierra, danzando hasta el agotamiento y transmutando toda su negatividad para convertirla en conciencia.
Así van saliendo al centro para entregar su dancita cada una de las palabras, los jefes, los capitanes y los compadres y comadres de la Mesa de la cruz espiral del señor Santiago. Pasan las horas y un par de descansos, hasta que los macehuales sargentos y las malinches entregan sus respectivas danzas, seguidas por el cierre de la tercera palabra. Luego cantos, despedir los vientos, dar gracias en la puerta del templo, y finalmente entregar las palabras y despedir símbolos.
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